Situado en la ruta entre la ciudad de Jerusalén y Jericó, hacia el noreste
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UNA ESENCIA EN ISRAEL
(TEXTO Y FOTOGRAFÍAS DE MARÍA ABRIL)
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Barcelona a 15 de setiembre de 2010
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UNA ESENCIA EN ISRAEL
(TEXTO Y FOTOGRAFÍAS DE MARÍA ABRIL)
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Hay muchas razones para viajar a Israel, una gran parte de la gente que visita el país, suele hacerlo por razones religiosas, otras por razones arqueológicas, otras para conocer la situación real, y otras como yo, por trabajo, en mi caso, guía y coordinadora de grupos.
No era la primera vez que estaba en Israel, pero si la primera vez que me acercaba a su idiosincrasia y a su manera social. Podían sorprenderme muchas cosas, y así fue, seleccionar algo concreto resulta a veces complicado, pero si hubo algo que destacaría, sin menoscabar el valor de todo lo demás, fue llegar a Wadi Kent y admirar el monasterio de Saint Georges.
Durante mi viaje intentaba encontrar esos paisajes que una se forma cuando eres niña y estas haciendo el belén. No conseguía encontrarlo y llevábamos un tercio del viaje hecho, hasta que llegué a Wadi Kent. Había sido una mañana cansada, visitas a distintas iglesias, oyendo los rezos, viendo los peregrinos, con un sol de justicia…Después de comer nos esperaban unos “taxis” que nos aproximarían a la zona que teníamos previsto visitar por la tarde y después sería necesario un pequeño recorrido a pie o en burro, según lo fuerte y cansados que nos sintiéramos.
Entre Jericó y Jerusalén, en una garganta metido, con una rambla seca y, un paisaje casi desértico, empezó una sensación de viajar hacia al pasado y pensar que en cualquier recoveco del camino, nos podríamos encontrar con los peregrinos de las épocas paleocristianas.
No era un camino fácil, si bien lo habían arreglado, no habían evitado ninguna de las cuestas que tenían que conducirnos hasta el monasterio, íbamos de momento de bajada…era evidente que aquello después tendría que subirse y realmente se planteaba duro. De repente, en un recodo del camino apareció majestuoso, silencioso, armonioso con el paisaje el monasterio de Saint Georges. Desde esa curva del camino se diría que podíamos tocarlo, que estaba a un paso pero aún faltaba un buen trecho que nos puso a prueba.
Jadeando, dándonos ánimos, suspirando por llegar a la cima…”venga que ya falta poco…” “…ánimos que son solo unos metros más en pendiente”…”no vaciléis ahora, no descanséis mucho pues cerraran en breve las puertas y nos quedaremos a espuertas…” Y finalmente llegamos, un portero nos esperaba, pedimos permiso para entrar, para visitar la parte más antigua del monasterio, y ese permiso llegó… Me atrevería a decir que a todos se nos iluminó el rostro, y con un silencio de admiración y de respeto avanzamos hacia la capilla.
En semipenumbra, nos aguardaban, lámparas votivas, iconos, imágenes, y allí me quedé contemplándolo, como si temiese que mi presencia pudiese alterar o adulterar el entorno. Salí la última de la capilla, mi grupo ya estaba contemplado desde una terraza el paisaje y de nuevo se agolparon en mi, infinitos momentos de belleza que quedaran por siempre en mi recuerdos…ese paisaje es el que buscaba, esa esencia es la que deseaba, y por unos breves minutos la tuve entre mis sentidos. Ni ruido, ni prisas, ni murmullos, sólo el piar de algunas aves, sólo algún comentario de la belleza acompañaron la visita, y finalmente con esa imagen retomé como el resto del grupo el mismo camino que habíamos hecho a la ida, pero con algo más que me forjaba como persona y que cambiaba algo de mi ser.
Maria Abril.No era la primera vez que estaba en Israel, pero si la primera vez que me acercaba a su idiosincrasia y a su manera social. Podían sorprenderme muchas cosas, y así fue, seleccionar algo concreto resulta a veces complicado, pero si hubo algo que destacaría, sin menoscabar el valor de todo lo demás, fue llegar a Wadi Kent y admirar el monasterio de Saint Georges.
Durante mi viaje intentaba encontrar esos paisajes que una se forma cuando eres niña y estas haciendo el belén. No conseguía encontrarlo y llevábamos un tercio del viaje hecho, hasta que llegué a Wadi Kent. Había sido una mañana cansada, visitas a distintas iglesias, oyendo los rezos, viendo los peregrinos, con un sol de justicia…Después de comer nos esperaban unos “taxis” que nos aproximarían a la zona que teníamos previsto visitar por la tarde y después sería necesario un pequeño recorrido a pie o en burro, según lo fuerte y cansados que nos sintiéramos.
Entre Jericó y Jerusalén, en una garganta metido, con una rambla seca y, un paisaje casi desértico, empezó una sensación de viajar hacia al pasado y pensar que en cualquier recoveco del camino, nos podríamos encontrar con los peregrinos de las épocas paleocristianas.
No era un camino fácil, si bien lo habían arreglado, no habían evitado ninguna de las cuestas que tenían que conducirnos hasta el monasterio, íbamos de momento de bajada…era evidente que aquello después tendría que subirse y realmente se planteaba duro. De repente, en un recodo del camino apareció majestuoso, silencioso, armonioso con el paisaje el monasterio de Saint Georges. Desde esa curva del camino se diría que podíamos tocarlo, que estaba a un paso pero aún faltaba un buen trecho que nos puso a prueba.
Jadeando, dándonos ánimos, suspirando por llegar a la cima…”venga que ya falta poco…” “…ánimos que son solo unos metros más en pendiente”…”no vaciléis ahora, no descanséis mucho pues cerraran en breve las puertas y nos quedaremos a espuertas…” Y finalmente llegamos, un portero nos esperaba, pedimos permiso para entrar, para visitar la parte más antigua del monasterio, y ese permiso llegó… Me atrevería a decir que a todos se nos iluminó el rostro, y con un silencio de admiración y de respeto avanzamos hacia la capilla.
En semipenumbra, nos aguardaban, lámparas votivas, iconos, imágenes, y allí me quedé contemplándolo, como si temiese que mi presencia pudiese alterar o adulterar el entorno. Salí la última de la capilla, mi grupo ya estaba contemplado desde una terraza el paisaje y de nuevo se agolparon en mi, infinitos momentos de belleza que quedaran por siempre en mi recuerdos…ese paisaje es el que buscaba, esa esencia es la que deseaba, y por unos breves minutos la tuve entre mis sentidos. Ni ruido, ni prisas, ni murmullos, sólo el piar de algunas aves, sólo algún comentario de la belleza acompañaron la visita, y finalmente con esa imagen retomé como el resto del grupo el mismo camino que habíamos hecho a la ida, pero con algo más que me forjaba como persona y que cambiaba algo de mi ser.
Cualquier encuentro o conocimiento deja huella, una tan suave que el paso del viento la hace desaparecer, otra un poco más honda, que necesita de un vendaval para borrarla, y finalmente la profunda, la que nos da esencia y que nada puede eliminarla. Wadi Kent forma parte de esas huellas imperecederas que por siempre estarán en mí.
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Barcelona a 15 de setiembre de 2010
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